Miguel Ángel Sosa
La congruencia, esa armonía entre nuestros pensamientos, palabras y acciones, es un concepto que parece sencillo, pero requiere una profunda conexión con uno mismo. ¿Qué significa realmente vivir con congruencia? Según Carl Rogers, uno de los grandes psicólogos humanistas, ser congruente implica ser auténtico, vivir de acuerdo con nuestras experiencias internas y valores en lugar de ajustarnos a expectativas externas. Pero ¿qué sucede cuando nuestras palabras contradicen nuestras acciones? Ese desajuste puede provocar malestar emocional, pérdida de confianza y una desconexión con nuestra esencia.
En la vida cotidiana, la congruencia no es solo cuestión de honestidad, sino de mantener coherencia entre lo que sentimos, pensamos y hacemos. ¿Cómo se traduce esto? Imagina a alguien que defiende el respeto por los demás, pero actúa de forma autoritaria, o a quienes valoran la salud pero ignoran hábitos básicos como el descanso. Estudios como los de Brené Brown sobre la autenticidad revelan que vivir con congruencia no solo mejora nuestro bienestar, sino que refuerza la confianza y las relaciones, ya que las personas aprecian la coherencia entre lo que decimos y hacemos.
Sin embargo, ¿por qué es tan difícil ser congruente? La presión social, los miedos y la falta de claridad sobre nuestros valores pueden alejarnos de esa coherencia. Viktor Frankl, en su obra “El hombre en busca de sentido”, sostiene que encontrar un propósito claro es clave para actuar con integridad. Sin un sentido definido, es fácil sucumbir a contradicciones internas, moldeándonos según lo que otros esperan de nosotros y no según quienes realmente somos.
La congruencia también está profundamente ligada a conceptos como la responsabilidad y la autenticidad. Ser responsables de nuestras acciones significa aceptar sus consecuencias y corregir el rumbo cuando nos alejamos de nuestros principios. La autenticidad, por su parte, nos invita a despojarnos de máscaras para vivir con verdad. ¿Quiénes somos cuando no hay nadie mirando? Esa pregunta guía la construcción de una vida congruente.
Por supuesto, ser congruente no significa ser perfecto, sino mantener un compromiso continuo con la coherencia, incluso en medio de los errores. Las personas verdaderamente congruentes no solo reconocen sus fallas, sino que toman acciones concretas para corregirlas, mostrando integridad en cada paso. Es el maestro que educa con el ejemplo y el líder que traduce sus principios de justicia en decisiones que impactan positivamente, demostrando que la congruencia es un valor que se construye día a día.
En última instancia, la congruencia no solo transforma nuestra relación con los demás, sino también con nosotros mismos. Al vivir de manera coherente, nuestra autoestima florece, pues dejamos de traicionarnos. Como dijo Aristóteles: “Somos lo que hacemos día a día; de modo que la excelencia no es un acto, sino un hábito”. ¿Qué tan diferente sería nuestra vida si todos actuáramos conforme a lo que creemos?
La invitación es clara: reflexionar sobre quiénes somos, qué valoramos y cómo eso se refleja en nuestras acciones. No se trata de un ideal inalcanzable, sino de pequeños pasos diarios hacia una vida con propósito y coherencia. Al final del día, ¿qué mayor tranquilidad que la de ser fieles a nosotros mismos?